Tres horas más que menos.



La espera en una estación es un hecho que goza del suficiente interés para incluirlo en las esperas más curiosas que en una vida se puedan tener. Yo, que tras llegar con el tiempo apurado a la taquilla tuve que prorrogar mi espera tres horas más, he visto cosas que pese a no ser totalmente inverosímiles, se han valido de mi tiempo para escribirlas. Durante la primera hora, momento en el que abandoné las instalaciones de la estación para tomar algún bocado en el primer bar de mala muerte que pudiese encontrarme, tuve como acompañantes a pocos especímenes, una chica japonesas que no desviaba su mirada de un aparatito electrónico que desconozco, un hombre de mediana edad, lustre precario y facciones de drogodependencia , acompañado de una chica de edad más o menos cercana a la mía con aires de pesadumbre e indignación causada por los actos de su supuesto padre, que balbuceaba cosas sin sentido (al menos a mi parecer), y algún que otro transeúnte esporádico.  Cercana la hora de mi primera partida, entraron en bandada algunos grupos, de senegaleses (con un gusto estilístico notablemente aceptable), de ancianos que esperaban desesperados la vuelta de sus nietecita, y una chica que por patetismo ha tenido el honor de recalar en mi memoria, gracias a la cursilería que transmitía su imagen, aquellos andares de diva fracasada y el orgullo que emanaba con los asincopados de su tremebundo Yorkshire daban buena nota de ello, sin duda alguna.
Cuando volví a la estación las horas de auspicio fueron amenamente transitorias gracias, sin duda, a los atributos de tanta fémina que pasaba de forma intermitente ante mí sin poner ellas mucho interés en lo propio. Cinturas que inversamente se enlazaban con caderas de infarto, ropas que más que aproximar la idea a lo que pudiese haber sido, la dan de antemano, para no escatimar en facilidades, y traseros que entre lo divino y lo sagrado vagabundeaban contoneándose delante de todos los que como yo admirábamos ensimismados.
De aquí en adelante poco puedo describir, por dicho estado de aturdimiento en el que me sumí. La fidelidad es un invento del demonio que pareció a sus ojos un buen modo de alterar conciencias ajenas. Para solventar tal perjuicioso estilo de vida, la razón o vengase llamar evolución, nos dotó de lo que llamamos imaginación, con la que yo y tantos otros alteramos nuestra noción de tiempo para, sin cortar la papa ni dar fuego al guiso, ver que la hora de partir había llegado.

Y vale, que la introducción daba la idea de que había visto seres que verdaderamente fuesen dignos de descripción, pero mientras escribía me di cuenta de que no era para tanto.


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