Monseñor Zacarías



Son las cinco y media de la madrugada. El maldito gallo de todas las mañanas canturrea a su modo desde el corral. Zacarías abre los ojos a regañadientes, toma su hábito y elimina las legañas de sus ojos en la palangana, la de toda la vida. Aún le quedan cuarenta minutos para desayunar y dirigirse a la oración matutina. El desayuno ya no le resulta especial: pan, mermelada de puerro casera y un vasito de leche de cabra, hervida, claro está. El camino hasta la capilla se hace ameno mientras comenta con sus hermanos la última moda en hábitos que se está llevando en Vaticano. Al llegar a la capilla lleva a cabo la rutina de cada día: Se acerca lentamente al altar, besa la esbelta escultura del enviado y acto seguido se dirige a su rinconcito, un recóndito lugar donde cerciorarse de que nadie escucha los cuchicheos que Dios le cuenta a modo de secreto inviolable, el lugar perfecto, entre la vidriera de San Tomás y la urna que conserva los restos de Cristo, donde tanto la luz como la temperatura guardan una estrecha relación de continuidad y bienestar. Tras una hora de sinuosa y gratificante oración debe de comenzar su trabajo matinal en el huerto de la congregación. Para él aquel trabajo no resulta algo ocioso, sino más bien otro momento de intimidad entre él mismo y la obra del Señor. Allí pasa hasta el medio día sin casi tener conciencia de ello. Había sido una gran mañana, al fin los puerros estaban listos para ser cosechados, las zanahorias y los cardos daban ya síntomas de mejoría tras varios días en plena decadencia aspectual y además empezaban a asomar los primeros brotes de ajo de la temporada. Se sentía realizado y contento por cómo había transcurrido el día, pese a haber comenzado con la desquiciante usanza que a veces dinamitaba en cierto modo su fe en el estilo de vida que llevaba a cabo. Tras el duro trabajo tocaba almorzar y aunque se encontraba en pleno éxtasis emocional no pudo disimular su frustración al descubrir que el menú no escapaba de la rutina: Sopa de cebolla y filantro de primero, y sartenada de col con pimentón de segundo. Todo fluctuaba según lo planeado. Tras el almuerzo había que recibir a los novicios, jóvenes de no más de once años que por motivos fraternales comienzan su andadura en la teología. Su preferido era Carlitos, el más pequeño de todos, de piel rosada, cabello rubio y constitución enjuta. Acostumbra a dedicar los primeros cinco minutos de la clase a observarlo lascivamente, imaginando todo lo que podría hacer ,y obligarle a hacer, en la intimidad de la alcoba. Durante los siguientes cincuenticinco minutos la clase permuta entre la sinrazón y la inventiva sin disturbios notables. Al acabar la clase, Zacarías decide continuar la clase junto a Carlitos de forma íntima. Al encontrarse a solas da rienda suelta a la voluntad instintiva de su cuerpo, acaricia el cuerpo del pequeño novicio, lo desnuda y observa, acicala su apéndice reproductor ante él hasta el pasmo orgásmico. Cuando todo carece de sentido y su deseo es saciado Zacarías pide al novicio que reúna sus vestiduras, se las ponga y salga de la habitación guardando en secreto todo cuanto ha visto. Al final de la tarde Zacarías debe de volver a comentar con Dios todo lo que ha ocurrido durante la jornada. De nuevo se dirige a la capilla y lleva a cabo el procedimiento imperioso que lo conduce al lugar indicado para charla de forma distendida con el santo padre. La conversación suena a mera exculpación: no se perdonaba haber caído en el pesimismo tras la discurrencia rutinaria de la data. Ni una sola mención a lo acontecido durante la tarde. Termina sus oraciones, y tras una ligera cena se dirige a la yacija. Piensa que algo ha pasado desapercibido durante el día, tal vez hizo algo que carecía de moralidad y no lo creyera en aquel momento u olvidara regar el limonero. Dios dirá.

Sí, demasiado texto y demasiado junto. Pero ahí está la gracia, no hay descanso.

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