Comencemos por el principio.



"En el principio era el Sujeto, y el Sujeto era con Dios, y el Sujeto era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas" (Jn. 1:1-3 Versión Corregida)

Estos versículos, cuando se entienden apropiadamente, confirman y expanden la concepción real del mundo. Sin embargo, este pasaje es el que más se ha tergiversado para enseñar que Jesús jamás existió en el cielo antes o después que en la Tierra. Un entendimiento correcto de estos versículos depende de lo que creamos que significa la expresión "el Sujeto" en este contexto. No puede referirse directamente a una persona, porque una persona no puede estar "con Dios" y al mismo tiempo ser Dios. La palabra griega ‘logos’ que aquí se ha traducido como "Sujeto", no significa en sí misma ‘Persona’. Generalmente todo lo dicho, usado con algún que otro detalle más acorde al catolicismo, es usado para convencernos de lo contrario. Dios no será hombre por estar él con Dios, pero Dios no es más Dios por estar él con el hombre. Lo que nos da una explicación coherente de su dejadez en nuestros mundanos problemas de supervivencia.
Yo, fiel defensor de la manipulación mental y abogado inherente de la exculpación social, me nombro como nuevo tergiversador per excellentia  de la palabra del Señor. En futuras entradas haré acopio de dicho título, lo prometo (Sobreentended que no tengo palabra, haré lo que me parezca).

Sor Corrida.



Eran aproximadamente las seis de la mañana, el convento comenzaba a cobrar vida con la inusitación que todas las hermanas tomaban de camino a los baños comunales. Entre todas ellas se encontraba  la más activa de todas, la que mayor devoción ponía a su trabajo y a la complacencia de sus hermanas y superiores, es ésta Sor Corrida. El nombre pese a curioso no escondía nada de lo que anteriormente se pudiera sospechar, no era el que sus padres en lecho de iluminación le habían puesto para diferenciarla del resto de familiares que con ella convivían, éste topónimo había sigo ganado por méritos propios tras una larga carrera de actos pretenciosos y livianos.

Desde que la madrugada azotaba el horizonte, ella hacía honores a aquel nombre, visitaba uno por uno a todos los hermanos que por docencia la acompañaban, abría sus sagradas mandíbulas frente a la estampa cruciforme de Dios hombre y engullía con gran entusiasmo los carnosos apéndices de quién figuraba el rezo ante sí misma. Las baptisteriadas oraciones no necesitaban de largas succiones, ya que era la maestría de nuestra fresca protagonista la mayor dote que un hombre pudiese aguantar. No eran más de cinco minutos los que necesitaba entre complacencias y con ello apuraba la mañana hasta que la escuela clerical abriera sus puertas. Durante las jornadas lectivas reprimía su instinto lujurioso a regañadientes, entre meras explicaciones rezaba por el descanso recreativo para, de modo urgente, buscar con desesperación que alguien solventara sus deseos y cumplir la palabra del señor con total dedicación (Nada más alejado de la realidad, pues era la mujer más ardiente de la comarca y en casos extraordinarios hasta entre hobbits buscó consuelo). 

No era costumbre de hermanas como ella el hacer conciencia de sus actos ante nada ni nadie, aunque fuese esa una de las premisas a las que deba de dar partida en el momento que deciden dedicar su vida a Dios, pero ya era frecuente que se dieran casos de dedicación por conveniencia, y en la propia comunidad no era esto nada extraño. La vida era mucho más sencilla de aquel modo.

En plena adolescencia se le planteó la duda de dedicarse a la prostitución consentida u obrar en nombre del señor, pero ante la total inundación de estrógenos propia de aquella edad, mezcló ambas optativas tomando la base del camino más fácil. Para lograr solventar su impetuosa vida sólo tenía que actuar en apariencia reservada y casta, donar una mínima parte de su tiempo a la ayuda social  y aporrear picaportes en busca de voluntarios que previa anunciación de la calidad de balde aceptaran cargar con aquellas indecencias que aunque  parecían proceder del aliento de Belcebú,  a la mirada atenta de un Dios complaciente, estaban sobradamente justificadas.

Tres horas más que menos.



La espera en una estación es un hecho que goza del suficiente interés para incluirlo en las esperas más curiosas que en una vida se puedan tener. Yo, que tras llegar con el tiempo apurado a la taquilla tuve que prorrogar mi espera tres horas más, he visto cosas que pese a no ser totalmente inverosímiles, se han valido de mi tiempo para escribirlas. Durante la primera hora, momento en el que abandoné las instalaciones de la estación para tomar algún bocado en el primer bar de mala muerte que pudiese encontrarme, tuve como acompañantes a pocos especímenes, una chica japonesas que no desviaba su mirada de un aparatito electrónico que desconozco, un hombre de mediana edad, lustre precario y facciones de drogodependencia , acompañado de una chica de edad más o menos cercana a la mía con aires de pesadumbre e indignación causada por los actos de su supuesto padre, que balbuceaba cosas sin sentido (al menos a mi parecer), y algún que otro transeúnte esporádico.  Cercana la hora de mi primera partida, entraron en bandada algunos grupos, de senegaleses (con un gusto estilístico notablemente aceptable), de ancianos que esperaban desesperados la vuelta de sus nietecita, y una chica que por patetismo ha tenido el honor de recalar en mi memoria, gracias a la cursilería que transmitía su imagen, aquellos andares de diva fracasada y el orgullo que emanaba con los asincopados de su tremebundo Yorkshire daban buena nota de ello, sin duda alguna.
Cuando volví a la estación las horas de auspicio fueron amenamente transitorias gracias, sin duda, a los atributos de tanta fémina que pasaba de forma intermitente ante mí sin poner ellas mucho interés en lo propio. Cinturas que inversamente se enlazaban con caderas de infarto, ropas que más que aproximar la idea a lo que pudiese haber sido, la dan de antemano, para no escatimar en facilidades, y traseros que entre lo divino y lo sagrado vagabundeaban contoneándose delante de todos los que como yo admirábamos ensimismados.
De aquí en adelante poco puedo describir, por dicho estado de aturdimiento en el que me sumí. La fidelidad es un invento del demonio que pareció a sus ojos un buen modo de alterar conciencias ajenas. Para solventar tal perjuicioso estilo de vida, la razón o vengase llamar evolución, nos dotó de lo que llamamos imaginación, con la que yo y tantos otros alteramos nuestra noción de tiempo para, sin cortar la papa ni dar fuego al guiso, ver que la hora de partir había llegado.

Y vale, que la introducción daba la idea de que había visto seres que verdaderamente fuesen dignos de descripción, pero mientras escribía me di cuenta de que no era para tanto.


Monseñor Zacarías



Son las cinco y media de la madrugada. El maldito gallo de todas las mañanas canturrea a su modo desde el corral. Zacarías abre los ojos a regañadientes, toma su hábito y elimina las legañas de sus ojos en la palangana, la de toda la vida. Aún le quedan cuarenta minutos para desayunar y dirigirse a la oración matutina. El desayuno ya no le resulta especial: pan, mermelada de puerro casera y un vasito de leche de cabra, hervida, claro está. El camino hasta la capilla se hace ameno mientras comenta con sus hermanos la última moda en hábitos que se está llevando en Vaticano. Al llegar a la capilla lleva a cabo la rutina de cada día: Se acerca lentamente al altar, besa la esbelta escultura del enviado y acto seguido se dirige a su rinconcito, un recóndito lugar donde cerciorarse de que nadie escucha los cuchicheos que Dios le cuenta a modo de secreto inviolable, el lugar perfecto, entre la vidriera de San Tomás y la urna que conserva los restos de Cristo, donde tanto la luz como la temperatura guardan una estrecha relación de continuidad y bienestar. Tras una hora de sinuosa y gratificante oración debe de comenzar su trabajo matinal en el huerto de la congregación. Para él aquel trabajo no resulta algo ocioso, sino más bien otro momento de intimidad entre él mismo y la obra del Señor. Allí pasa hasta el medio día sin casi tener conciencia de ello. Había sido una gran mañana, al fin los puerros estaban listos para ser cosechados, las zanahorias y los cardos daban ya síntomas de mejoría tras varios días en plena decadencia aspectual y además empezaban a asomar los primeros brotes de ajo de la temporada. Se sentía realizado y contento por cómo había transcurrido el día, pese a haber comenzado con la desquiciante usanza que a veces dinamitaba en cierto modo su fe en el estilo de vida que llevaba a cabo. Tras el duro trabajo tocaba almorzar y aunque se encontraba en pleno éxtasis emocional no pudo disimular su frustración al descubrir que el menú no escapaba de la rutina: Sopa de cebolla y filantro de primero, y sartenada de col con pimentón de segundo. Todo fluctuaba según lo planeado. Tras el almuerzo había que recibir a los novicios, jóvenes de no más de once años que por motivos fraternales comienzan su andadura en la teología. Su preferido era Carlitos, el más pequeño de todos, de piel rosada, cabello rubio y constitución enjuta. Acostumbra a dedicar los primeros cinco minutos de la clase a observarlo lascivamente, imaginando todo lo que podría hacer ,y obligarle a hacer, en la intimidad de la alcoba. Durante los siguientes cincuenticinco minutos la clase permuta entre la sinrazón y la inventiva sin disturbios notables. Al acabar la clase, Zacarías decide continuar la clase junto a Carlitos de forma íntima. Al encontrarse a solas da rienda suelta a la voluntad instintiva de su cuerpo, acaricia el cuerpo del pequeño novicio, lo desnuda y observa, acicala su apéndice reproductor ante él hasta el pasmo orgásmico. Cuando todo carece de sentido y su deseo es saciado Zacarías pide al novicio que reúna sus vestiduras, se las ponga y salga de la habitación guardando en secreto todo cuanto ha visto. Al final de la tarde Zacarías debe de volver a comentar con Dios todo lo que ha ocurrido durante la jornada. De nuevo se dirige a la capilla y lleva a cabo el procedimiento imperioso que lo conduce al lugar indicado para charla de forma distendida con el santo padre. La conversación suena a mera exculpación: no se perdonaba haber caído en el pesimismo tras la discurrencia rutinaria de la data. Ni una sola mención a lo acontecido durante la tarde. Termina sus oraciones, y tras una ligera cena se dirige a la yacija. Piensa que algo ha pasado desapercibido durante el día, tal vez hizo algo que carecía de moralidad y no lo creyera en aquel momento u olvidara regar el limonero. Dios dirá.

Sí, demasiado texto y demasiado junto. Pero ahí está la gracia, no hay descanso.